Aquel final de siglo llegó
triste…
Realmente muy triste.
El progreso se llevó la casa,
el jardín fue carretera,
autovía veloz
decían los viajeros del destino.
Los pájaros se fueron, callaron
las estrellas y
en la noche anaranjada ocultaron su luz las luciérnagas.
El columpio de la infancia se
descolgó entre escombros
lo mismo que murieron las
hortensias.
El suelo duro, asfalto
ennegrecido por la brea,
cubrió el césped de armiño,
enterró las margaritas,
impregnó el aire de perfume mezclado con las teas
que elevaban el fuego hacia las
nubes densas.
Se sepultó la casa hasta la
misma chimenea.
El humo de la vida se abismó con
ella
y no vimos los balcones
ni las flores de la abuela
que pendían
por la baranda de hierro
en pétalos de seda.
El río cambió el curso,
se desplazó hacia la brecha
donde los niños jugaban y
volaban cometas.
La cascada majestuosa ya no estrella en la roca
la espuma algodonada
donde los peces dormían,
se escondía la luna ,
brillaban las estrellas y
en las noches de verano cantaban
las sirenas
que venían del mar en chalupas,
repletas
de flores de naranjo, envueltas
en fragancia de fresas,
flotando en las tonadas
que sus gargantas frescas,
esparcían en la noche de nuestra adolescencia.
Aquello fue la vida de mi vida
de entonces.
De mi vida de magia.
De mis noches de estrellas.
De la luna rielando sobre
nuestras cabezas.
Del sol
que doraba las horas de los días
sin tregua
bordando en los árboles figuras
delicadas
con hilos de néctar.
Al alba el rocío mojaba mi
cabeza y
las gotas salvajes me cubrían la
frente
cual lágrimas espesas
que ocultas en mi pecho, escarcha silenciosa,
brotaban en las mañanas densas
sin saber por qué…
Sin saber el porqué de la tristeza…
Las tardes azules
verdes las praderas.
El blanco del cerezo con las
flores primeras.
Blancas las flores de las peras.
Rosadas en el árbol erguido de los melocotones.
Los manzanos en flores cubiertas
de pureza
y aquél árbol escondido entre
las zarzas
donde brotaban las moras
y cuajaba la espinera.
Estaban los gusanos,
las lombrices de tierra
elaborando humus.
Libaban las abejas.
Y el abuelo enfadado porque las
golondrinas
picaban las cerezas.
La huerta esplendorosa.
Las hojas tiernas de las patatas nuevas,
esbeltas las cebollas,
los tomates brotando en
amarillo,
la rizada niñez de las lentejas,
las calabazas con sus brotes
dorados
fijándose a la tierra con
pereza,
las coliflores apretando su
vegetal cabeza.
Y en los años noventa…
Aquel final de siglo se llevó la
belleza,
la cambió por las luces,
por asfalto, por piedras,
por ruidos de motores
silbidos de sirenas.
¡Pero no mis sirenas!
Benditas las sirenas de las
noches plateadas de mi adolescencia.
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